martes, 7 de junio de 2011

Las horas después... (2ª parte)

… el tiempo que había pasado no calmaba aquella sensación de vacío inmenso. Por las paredes se derramaba como piel caliente una sensación acuciante. La oscuridad apenas secaba sus lágrimas. En la distancia, el tumulto ardiente se calmaba y, sin embargo, en sus tímpanos seguía retumbando con la misma fuerza de toda una vida. Cada recuerdo dolía en lo más hondo; cada latido del cuero contra el cuerpo; cada jirón arrancado a aquella fisionomía distinta que trajo la Pascua; cada caída brutal de la madera contra el suelo; cada grito hinchado en la voz de la muchedumbre; cada clavo asiéndolo más a la cruz que sentía como la suya.

Lloró durante días, años o siglos sin poder apartar el dolor de la cara, del temblor infinito de sus manos. La muerte se le había aparecido así, sin más, como una excusa larga, como un engaño fijado, como los óleos candentes de un anochecer maldito que se derriten por las cicatrices de la espalda. Lloró sin el menor atisbo de consuelo, recordando su sonrisa en aquellos días en que la vida era distinta, frente al lago infranqueable de las almas que se salvaban en aquella fantasía ininteligible del Reino. 

Se maldijo por haberlo conocido, por aquella soledad, por lo que le restaba por vivir. Arañó la madera cuarteada de la mesa y quiso gritar, amparado por la sombra de la noche. Deseó que la mirada lóbrega de la tristeza le extirpara toda razón, pero no pudo más que desesperarse entre la memoria de la mirada –vencida y contundente- que sobrepasaba las heridas y en la que sólo encontraba al verdadero Dios.


Recordó sus palabras “hijo ahí tienes a tu madre”. Las lágrimas se habían secado refractándose en las pupilas infinitas de la madre, de la reina, de la mujer apocalíptica. Prendió un cabo de cera y descubrió un trozo de pergamino en un rincón. Nunca había experimentado tanto dolor, tanta soledad, tantas horas vacías… pero jamás había estado tan decidido. Repitió su nombre contra la noche “¡Juan!” y las palabras fluyeron como si siempre hubieran estado ahí, esperando a ser escritas porque en el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios”.

Blas Jesús Muñoz Priego

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