Resuena
el rumor de una letanía más allá de los días en que el frío atraviesa
los huesos quebrados de la Pasión. El susurro de un ritual inédito
atraviesa con su borde afilado los meses, por las mismas calles
–conformadas por cantos y sillares, por muros en los que resbala la cal-
donde se guardan los secretos del pasado, con una confidencia que
trasciende del mero aspecto de la materia. La vigilia ya no se viste de
actos apresurados, de altares superpuestos en las iglesias que recorren
la geografía local, de noches que aglutinan y revierten el pulso que
aguarda la primavera ancestral, de lutos predichos que esperan que se
cumpla el momento. La víspera es repetida y distinta, perseguida en los
atardeceres de un cielo que parece ser rasgado por las espadañas de las
torres que delinearon los Hernán Ruiz, por los Triunfos del Custodio
omnipresente que, desde la Basílica del Juramento, aún advierte de la
pervivencia de su promesa a Roelas, a la ciudad heredada.
Desde
San Juan de Letrán a la Portería de Santa María de Gracia, desde San
Lorenzo a la Catedral, el verano camina por esa vigilia, por esa víspera
que culminará en septiembre. En el tabernáculo de Santa María de la
Asunción, en su capilla, la Imagen irradia los rezos –presentes, futuros
y pretéritos- que frente a ella fueron depositados como el tesoro más
preciado de quienes, alguna vez, los imprecaron.
En
San Juan de Letrán, la plaza guarda en su atmósfera la esencia de
cuanto se narra en los volúmenes que establecen la crónica de la urbe y,
aun en la ensoñación del anochecer, casi parece vislumbrarse el
hospital que llevaba su nombre.
En
San Lorenzo los preparativos silentes visten las vísperas de cultos,
flores, bordados, ensayos y cera como la rogativa atávica que se pierde
en el sedimento donde reposan, siglos y hermandad, más allá de 1479.
En
la Portería de Santa María de Gracia, la cerámica invoca a la calle con
un nombre –el de Nuestra Señora-, que, si bien posee la novedad del
reconocimiento, no es más que la constatación misma de los años que la
contemplan y la convirtieron en Copatrona de todos los cordobeses.
Este
año, cuando Nuestra Señora de Villaviciosa vuelva a cruzar el umbral de
su oratotio fernandino, una calle llevará su nombre. Y, tal vez, este
hecho no le aporte nada a su procesión, al sentido estético y cultual
que sus hermanos –durante siglos- han ido amasando entre vísperas que se
guardan en la memoria del estío. Pero, quizá, en su orden simbólico,
Nuestra Señora de Villaviciosa suponga mucho más que una nueva dirección
en el callejero para ser concebida como parte esencial del patrimonio
devocional de la ciudad heredada.
Fuente: Blog El Cáliz de Claudio
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