Y si curiosos fueron aquellos relatos, no menos lo son los relativos a Santa María de Gracia...y a las hermanas que lo habitaban y cuidaban...
El 29 de abril, Sábado Santo de 1642, cerca de oraciones, declarose un incendio tan grande en el expresado convento de Santa María de Gracia que en poco tiempo casi todo parecía una hoguera. Las monjas intentaron salvarse, mas viendo la imposibilidad de salir por la portería, ellas mismas, auxiliadas por fuera de algunos operarios, abrieron un gran agujero en la pared que da al arroyo y se salieron a la calle, yéndose acompañadas de unos capuchinos y otras personas al convento del Espíritu Santo, donde permanecieron hasta fines de mayo, en que, reedificado el suyo, se trasladaron a él. Este fuego duró hasta medianoche, que logró extinguirlo la multitud de gente que acudió y estuvo a las órdenes del obispo, del corregidor y todas las demás autoridades y personas importantes allí reunidas.
Apenas vueltas del susto las pobres monjas sufrieron otro casi de igual importancia. Era el 14 de junio, víspera de la Santísima Trinidad. Celebrábase una fiesta y las religiosas tan tranquilas ocupaban el coro bajo, oficiando la misa, cuando de pronto un espantoso ruido y multitud de gritos dejó asombrados a los sacerdotes que estaban en el altar y al público que ocupaba la iglesia. El coro alto se había desplomado y la comunidad quedó envuelta en sus ruinas.
Como sucede en todas las desgracias, la noticia cundió velozmente por toda la ciudad, acudiendo los maestros, las autoridades civiles y el obispo, que lo era el señor Pimentel. Procediose a quitar maderos y escombros, con especialidad hacia donde se oían lamentos, y cuando todos esperaban encontrar los cadáveres de las pobres monjas, las hallaron completamente sanas, si bien con algunos hábitos destrozados. La alegría reemplazó al llanto, y el obispo se dirigió al altar, donde entonó el Te Deum laudamus, contestándole la comunidad y el clero, y postrándose de rodillas la mucha gente allí reunida y que consideraban un milagro lo que acababan de presenciar.
En este tiempo, como siempre, había en la comunidad algunas señoras de los Cárdenas y Pinedas, por cuya intercesión el fiscal del Santo Oficio don Ramón de Pineda Ramírez de Arellano costeó el altar del Rosario, y don Nicolás de Pineda dio su venera de calatravo, con que hicieron a Santo Domingo la estrella con rubíes que lucía en las grandes festividades.
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