"…recordó que jamás había sentido un temblor que estremeciera todo su cuerpo, por un instante pensó que la tierra se abría en aquel pequeño monte rocoso y destrozaba todo lo que había a su alrededor. Poco a poco se fue alejando del pequeño grupo que aún quedaba allí, mirando cómo aquel hombre expiraba mientras una mujer, consolada por un joven, besaba sus ensangrentados pies que habían sido clavados en el stipes.
Se adentró en el laberinto de calles que conforman el este de la ciudad mientras las oscuras nubes que de improviso habían aparecido en el cielo comenzaron a descargar un terrible aguacero. Inmediatamente se cubrió con su capa y aceleró su paso camino de la posada donde había pasado las últimas noches. Una y otra vez se apartaba el agua de su cara con las manos. Éstas, doloridas por el esfuerzo hecho hace unas horas, habían cargado con el patibulum de aquel hombre que poco después habían crucificado. Aún tenía pequeñas astillas clavadas en sus dedos y desconocía si la sangre que había en la manga de su túnica era suya o pertenecía al Hijo de Dios, como así había escuchado a unas mujeres justo en el instante que un soldado romano le obligó a cargar con el madero.
Al llegar a la posada se acercó a la pequeña hoguera para secarse mientras consumía lentamente un vaso de vino y una hogaza de pan de centeno que le ayudaban a digerir todos los acontecimientos sucedidos durante las últimas horas y que invadían su alma y su pensamiento. Se levantó y se dirigió a su habitación mientras su rostro, aún mojado, dejaba apreciar unas lágrimas que desaparecían en su poblada barba blanca. Antes de cerrar los ojos volvía a percatarse que seguía lloviendo con bastante fuerza y en ese instante lo comprendió, hoy había visto morir al Hijo de Dios, la lluvia cesó.
Tras amanecer el dueño de la posada entró para despertarlo, pero él ya no estaba allí y sobre el suelo había dejado unas monedas como pago. Simón desapareció para siempre…"
Rafael Gutiérrez Cuyar
Magnífico relato!
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